Vida interior


A pesar del primitivismo físico y mental impuestos a la fuerza, en el campo de concentración aún era posible desarrollar una profunda vida espiritual. Las personas de mayor sensibilidad, acostumbradas a una rica vivencia intelectual, sufrieron muchísimo (su constitución era endeble o enfermiza), sin embargo, el daño infligido a su ser íntimo fue mucho menor, al ser capaces de abstraerse del terrible entorno y sumergirse en un mundo de riqueza interior y de libertad de espíritu.


Sólo así se explica la aparente paradoja de que, a menudo, los menos fornidos parecían soportar mejor la vida en el campo que los de constitución más robusta. Para aclarar esta cuestión me veo de nuevo obligado a recurrir a mi experiencia personal. Contaré la serie de rutinas que se repetían cada mañana, antes del alba, cuando nos dirigíamos andando hacia el lugar de trabajo.

Las órdenes sonaban chillonas: "!Atención, destacamento adelante! !Izquierda, 2,3,4! !Izquierda, 2,3,4! !El primer hombre, media vuelta a la izquierda, izquierda, izquierda, izquierda! !Gorras fuera!".

Todavía retumban en mis oídos esas palabras. A la orden de "!Gorras fuera!" atravesábamos la verja del campo, mientras nos enfocaban con los reflectores. Quien no desfilara con marcialidad recibía una patada, pero peor suerte corría aquel que, para protegerse del frío, se calaba la gorra hasta las orejas antes de recibir el permiso pertinente.

La oscuridad del alba nos hacía caminar a tientas, y así tropezábamos con las piedras y pisábamos los charcos de aquella única carretera de acceso al campo. Los guardianes nos conducían a culatazos de sus rifles sin dejar en ningún momento de chillarnos. Los que andaban con los pies llagados se apoyaban en el brazo de su vecino. Apenas se oía una palabra entre nosotros porque el viento helado no propiciaba la conversación. Con la boca protegida por el cuello de la chaqueta, el hombre que marchaba a mi lado me susurró de improviso: "!Si nuestras mujeres nos vieran ahora! Espero que ellas estén mejor en sus campos y desconozcan nuestra situación".

Sus palabras avivaron en mí el recuerdo de mi esposa. Mi mente se aferraba a su imagen, imaginándola con una asombrosa precisión. Me respondía, me sonreía y me miraba con su mirada cálida y franca. En este estado de embriaguez nostálgica cruzó por mi mente un pensamiento que me petrificó, pues por primera vez comprendí la sólida verdad dispersa en las canciones de tantos poetas o proclamada en la brillante sabiduría de los pensadores y de los filósofos: el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. 

Entonces percibí en toda su hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre sólo es posible en el amor y a través del amor. 

Mi mente seguía aferrada a la imagen de mi mujer. De pronto me asaltó una inquietud: no sabía si aún vivía. Sin embargo, ahora estaba convencido de una cosa, algo que había aprendido demasiado bien: el amor trasciende la persona física del ser amado y encuentra su sentido más profundo en el ser espiritual del otro, en su yo íntimo. Que esté o no presente esa persona, que continúe viva o no, de algún modo pierde su importancia. Ignoraba si mi mujer vivía y carecía de medios para averiguarlo; aunque en ese momento esa cuestión tan vital dejó de importarme. No sentía ninguna necesidad de comprobarlo; nada podía afectar a la fuerza de mi amor, de mis pensamientos o a la mirada amorosa de su figura espiritualizada.

Esta intensificación de la vida interior defendía al prisionero contra el vacío, la desolación y la pobreza espiritual de su existencia actual.

A medida que la vida interior del prisionero se hacía más honda, apreciábamos la belleza del arte y de la naturaleza, quizá por primera vez o con una emoción desconocida. 

Una tarde, ya de regreso en los barracones, derrengados sobre el suelo, muertos de cansancio, con el cuenco de sopa entre las manos, entró de repente uno de los internos para urgirnos a salir al patio a contemplar una maravillosa puesta de sol. Allí de pie, vimos hacia el oeste unos densos nubarrones y el cielo entero plagado de nubes que continuamente variaban de forma y de color, desde el azul acero al rojo bermellón. Esa luminosidad menguante contrastaba de forma hiriente con el gris desolador de los barracones, especialmente cuando los charcos del suelo fangoso reflejaban el resplandor de aquel cielo tan bello. Luego, tras unos minutos de silencio y emoción, un prisionero le dijo a otro: "!Qué hermoso podría ser el mundo...!".

En otra ocasión estábamos cavando una zanja. El amanecer sembraba una luz grisácea. Gris el cielo y gris la nieve, bañada por la luz del alba; grises los harapos que malamente cubrían los cuerpos de los prisioneros y también grises sus rostros. Mientras trabajaba intentaba escudriñar la razón de mis sufrimientos, de aquella lenta agonía. En una última y violenta protesta contra lo inexorable de una muerte inminente, sentí como si mi espíritu rasgara mi tristeza interior y se elevara por encima de aquel mundo desesperado, insensato, y por algún lugar escuché un victorioso "sí" en respuesta a mi pregunta sobre si la vida escondía en último término algún sentido.

En aquel mismo momento encendieron una luz en una granja lejana, una luz que se recortaba sobre el horizonte como una pincelada de color frente al gris miserable de aquel amanecer de Baviera.

Et lux in tenebris lucet. Y la luz brilla en medio de la oscuridad.


Viktor Frankl