Cada mañana, al abrir los ojos, cruzamos el umbral que nos regresa al mundo de nuestra vida cotidiana. Volvemos del universo mágico, y muchas veces incomprensible, de los sueños, al no menos mágico (y muchas veces más que incomprensible) mundo de la realidad tangible. Cualquiera de nosotros coincidiría sin dudarlo con lo sorprendente de esta experiencia pensada así, y sin embargo, casi nunca tomamos plena conciencia de lo maravillo de ese diario viaje de vuelta. La mayoría de nosotros no valoramos en su justa medida el "milagro" de cada despertar.
Uno de los más polémico maestros espirituales, Gurdjieff, enseñaba que el hombre, mecanizado por la rutina de su lucha diaria por la subsistencia, no hacía más que sobrevivir como un sonámbulo, pero que tarde o temprano debería enfrentarse a su despertar.
En el final de su agitada existencia Gurdjieff escribiría algunas de sus ideas más impactantes. La más provocativa, para mí, es la de aquel texto en el que sostenía que para vivir verdaderamente era necesario despertar, pero que ese despertar nunca sería posible sin antes animarse a transitar algunas muertes y otros tantos renaceres.
Apoyado en esta idea, sostengo que estos "despertares" no son patrimonio exclusivo de algunos pocos elegidos o superdotados o seres excepcionales; pequeños o grandes, forman parte de la vida de todos. A veces son sorprendentes y subjetivamente transformadores, otras veces parecen nimios incidentes poco importantes, pero todos, o mejor dicho, la suma de todos estos sucesos, conforman nuestro camino de crecimiento y son el fundamento de nuestro desarrollo como personas.
Sacar de ellos todo lo que nos ofrecen es cuestión de aprender a reconocerlos y aprovecharlos.
El primer consejo de casi todos los maestros es permanecer lo suficientemente alerta como para poder registrarlos cuando sucedan; también puede suceder, nos advierten, que algunos tengan la fortuna de que el estímulo que toca a su puerta los sacuda con tal intensidad que los despierte aunque los encuentre desprevenidos.
En el final de mi libro acerca de la felicidad, daba a conocer mi teoría de los planos superpuestos.
Decía en aquel pequeño texto que el desarrollo de las personas es inevitable, que vivimos aprendiendo, que es algo que nos gusta, que nos sirve y que nos place. Sugería ya en aquel entonces lo que una década después digo de otra manera:
Aprender es una cosa y crecer es otra.
Dos conceptos tan relacionados y tan diferentes como:
Cumplir años y madurar.
Haber leído mucho y saber.
Entender y vivir.
Porque crecer, vuelvo a decir hoy, es cambiar de plano.
Jorge Bucay