Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles
Ética a Nicómaco
A diario nos acosan con noticias que hablan del aumento de la inseguridad y de la degradación de la vida ciudadana, fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos. Pero este tipo de noticias nos devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida. Este tipo de noticias constituye el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad.
Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la depresión en todo el mundo y de las secuelas que deja tras de sí la inquietante oleada de violencia: escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus antiguos compañeros de trabajo, etc. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar, al igual que el moderno cambio de eslógan desde el jovial "¡Que tenga un buen día!" a la suspicacia del "¡Hazme tener un buen día!".
A pesar de la abundancia de malas noticias, hemos asistido a una eclosión sin precedentes de investigaciones científicas sobre la emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes ha sido poder llegar a vislumbrar el funcionamiento exacto del cerebro, de esa intrincada masa de células, mientras estamos pensando, sintiendo, imaginando o soñando. Este aporte de datos neurobiológicos nos permite comprender con mayor claridad que nunca la manera en que los centros emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al llanto, el modo en que sus regiones más arcaicas nos arrastran a la guerra o al amor y la forma en que podemos canalizarlas hacia el bien o hacia el mal.
Vivimos en una época en la que el entramado de nuestra sociedad parece descomponerse aceleradamente, una época en la que el egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen socavar la bondad de nuestra vida colectiva. Existe la creciente evidencia de que las actitudes éticas fundamentales que adoptamos en la vida se asientan en las capacidades emocionales subyacentes. Hay que tener en cuenta que el impulso es el vehículo de la emoción y que la semilla de todo impulso es un sentimiento expansivo que busca expresarse en la acción. Podríamos decir que quienes se hallan a merced de sus impulsos -quienes carecen de autocontrol- adolecen de una deficiencia moral porque la capacidad de controlar los impulsos constituye el fundamento mismo de la voluntad y del carácter. Por el mismo motivo, la raíz del altruismo radica en la empatía, en la habilidad para comprender las emociones de los demás y es por ello por lo que la falta de sensibilidad hacia las necesidades o la desesperación ajenas es una muestra patente de falta de consideración. Y si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo necesita con urgencia son el autocontrol y el altruismo.
Las emociones tóxicas pueden llegar a ser tan peligrosas para nuestra salud física como fumar varios paquetes de tabaco al día. Por el contrario, el equilibrio emocional contribuye a proteger nuestra salud y nuestro bienestar.
La herencia genética nos ha dotado de un bagaje emocional que determina nuestro temperamento, pero los circuitos cerebrales implicados en la actividad emocional son tan extraordinariamente maleables que no podemos afirmar que el carácter determine nuestro destino. Las lecciones emocionales que aprendimos en casa y en la escuela durante la niñez modelan estos circuitos emocionales tornándonos más aptos -o más ineptos- en el manejo de los principios que rigen el bienestar emocional. En este sentido, la infancia y la adolescencia constituyen una auténtica oportunidad para asimilar los hábitos emocionales fundamentales que gobernarán el resto de nuestras vidas.
El conjunto de datos más inquietantes son los que nos hablan de la investigación llevada a cabo entre padres y profesores y que demuestra el aumento de la tendencia en la presente generación infantil al aislamiento, la depresión, la ira, la falta de disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la impulsividad y la agresividad, un aumento, en suma, de los problemas emocionales. Si existe una solución, ésta debe pasar necesariamente, en mi opinión, por la forma en que preparamos a nuestros jóvenes para la vida. En la actualidad dejamos al azar la educación emocional de nuestros hijos con consecuencias más que desastrosas.
En su Ética a Nicómaco, Aristóteles realiza una indagación filosófica sobre la virtud, el carácter y la felicidad, desafiándonos a gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras pasiones pueden abocar al fracaso con suma facilidad y, de hecho, así ocurre en multitud de ocasiones; pero cuando se hallan bien adiestradas, nos proporcionan sabiduría y sirven de guía a nuestros pensamientos, valores y supervivencia. Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en las emociones en sí, sino en su conveniencia y en la oportunidad de su expresión. La cuestión esencial es ¿de qué modo podremos aportar más bienestar a nuestras emociones, más civismo a nuestras calles y más afecto a nuestra vida social?
Una posible solución integral consistiría en reconciliar a la mente y al corazón.
Daniel Goleman