Olvidar es una función esencial de la memoria. Según la mitología griega, Mnemosina era la diosa de la memoria. Sus poderes divinos se basaban en que sabía "todo lo que ha sido, lo que es y lo que será", lo que le permitía traspasar los límites del más allá. Cuenta la leyenda que Zeus, padre de los dioses, se disfrazó de pastor para seducir a Mnemosina, con la que cohabitó nueve noches. De esta unión nacieron las nueve Musas, unas deidades sumamente sabias que eran las reveladoras de todas las verdades escondidas. Pero como era habitual en el Olimpo, a Mnemosina no podía faltarle competencia, personificada en Lete, la diosa del olvido, quien compartía su nombre con el legendario río Leteo, donde acudían los muertos a olvidar todos sus fallos y reveses terrenales. Bien mirado, los papeles de las diosas de la memoria y del olvido no eran incompatibles, pues las Musas promovían el olvido de los males y pesares con el fin de endulzar las angustias de los mortales.
Si bien la memoria regula la entrada y salida de los recuerdos, es un hecho comprobado que evocamos con más facilidad cualquier información si nos encontramos en el mismo estado mental que teníamos cuando la registramos. Si captamos una situación mientras estamos deprimidos, vamos a envolverla en el papel oscuro de la depresión; después, nos será menos complicado evocarla si nos sentimos igualmente melancólicos que si estamos llenos de alegría y optimismo.
Es indudable que nuestro estado de ánimo es el factor más importante a la hora de determinar la dimensión agradable-desagradable o positiva-negativa de las cosas que rememoramos. El tono emocional y los recuerdos son siempre coherentes, afines. Un estado de ánimo positivo estimula los recuerdos placenteros y bloquea los desagradables. Por el contrario, las personas que se sienten tristes tienden a desenterrar preferentemente los infortunios y a pasar por alto los momentos dichosos.
Olvidar es indispensable. Nos permite vivir y tomar decisiones en el día a día y concebir el futuro sin sentirnos atados al pasado. Imagínate lo que seria nuestra existencia con una memoria imperecedera capaz de evocar cada minuto de nuestra vida. A simple vista, poseer semejante cualidad sería una bendición del cielo; sin embargo, la mayoría de las personas supermemoriosas que transforman todo o casi todo lo que perciben en imágenes indelebles que almacenan a perpetuidad y reproducen con exquisita exactitud, confiesan que no olvidar no es una suerte. Evocar lo sucedido durante todos los días de su vida les roba la espontaneidad, los aísla, los mantiene esclavos de recuerdos irrelevantes, prisioneros de imágenes absurdas del pasado. Como ya nos advirtió William James, "acordarnos de todo nos perjudica tanto como olvidarnos de todo".
Aparte de la necesidad de olvidar para mantener el buen funcionamiento de la memoria y evitar la enajenación mental, gracias al olvido podemos pasar por alto o reducir el impacto emocional de pérdidas dolorosas, agresiones a nuestra autoestima y todo tipo de agravios y humillaciones. La verdad es que el olvido cura muchas heridas de la vida. Es fácil entender que olvidar alivia la tristeza por la pérdida de un ser querido y también nos ayuda a recuperar el entusiasmo después de sufrir alguna calamidad.
Rumiar continuamente el pasado, al poder evocarlo con cristalina exactitud todos los días de la vida, es un martirio insufrible. El problema para quienes permanecen estancados en el ayer doloroso es que casi siempre viven prisioneros de la pena, del miedo o del rencor, obsesionados con las desgracias o con los malvados que quebrantaron su vida, lo que les impide cerrar la herida. La amargura, la culpa o el resentimiento los amarra al pesado lastre que supone mantener la identidad de víctima; este es un papel que debilita y paraliza. Distanciarnos de un ayer doloroso facilita el restablecimiento de la paz interior, nos anima a "pasar página" y abrirnos de nuevo al mundo, sobre todo cuando el olvido va sumado al perdón.
Olvidar nos permite perdonar y seguir adelante tras un episodio penoso de nuestra vida. Como dice Desmond Tutu, el obispo sudafricano premio Nobel de la Paz en 1984, "sin perdón no hay futuro".
Olvidar, en definitiva, es un buen reconstituyente para la mente y el cuerpo; nos impulsa a hacer las paces y liberarnos de un pasado penoso, y nos estimula a reponernos y a reconducir nuestro destino.
Es indudable que nuestro estado de ánimo es el factor más importante a la hora de determinar la dimensión agradable-desagradable o positiva-negativa de las cosas que rememoramos. El tono emocional y los recuerdos son siempre coherentes, afines. Un estado de ánimo positivo estimula los recuerdos placenteros y bloquea los desagradables. Por el contrario, las personas que se sienten tristes tienden a desenterrar preferentemente los infortunios y a pasar por alto los momentos dichosos.
Olvidar es indispensable. Nos permite vivir y tomar decisiones en el día a día y concebir el futuro sin sentirnos atados al pasado. Imagínate lo que seria nuestra existencia con una memoria imperecedera capaz de evocar cada minuto de nuestra vida. A simple vista, poseer semejante cualidad sería una bendición del cielo; sin embargo, la mayoría de las personas supermemoriosas que transforman todo o casi todo lo que perciben en imágenes indelebles que almacenan a perpetuidad y reproducen con exquisita exactitud, confiesan que no olvidar no es una suerte. Evocar lo sucedido durante todos los días de su vida les roba la espontaneidad, los aísla, los mantiene esclavos de recuerdos irrelevantes, prisioneros de imágenes absurdas del pasado. Como ya nos advirtió William James, "acordarnos de todo nos perjudica tanto como olvidarnos de todo".
Aparte de la necesidad de olvidar para mantener el buen funcionamiento de la memoria y evitar la enajenación mental, gracias al olvido podemos pasar por alto o reducir el impacto emocional de pérdidas dolorosas, agresiones a nuestra autoestima y todo tipo de agravios y humillaciones. La verdad es que el olvido cura muchas heridas de la vida. Es fácil entender que olvidar alivia la tristeza por la pérdida de un ser querido y también nos ayuda a recuperar el entusiasmo después de sufrir alguna calamidad.
Rumiar continuamente el pasado, al poder evocarlo con cristalina exactitud todos los días de la vida, es un martirio insufrible. El problema para quienes permanecen estancados en el ayer doloroso es que casi siempre viven prisioneros de la pena, del miedo o del rencor, obsesionados con las desgracias o con los malvados que quebrantaron su vida, lo que les impide cerrar la herida. La amargura, la culpa o el resentimiento los amarra al pesado lastre que supone mantener la identidad de víctima; este es un papel que debilita y paraliza. Distanciarnos de un ayer doloroso facilita el restablecimiento de la paz interior, nos anima a "pasar página" y abrirnos de nuevo al mundo, sobre todo cuando el olvido va sumado al perdón.
Olvidar nos permite perdonar y seguir adelante tras un episodio penoso de nuestra vida. Como dice Desmond Tutu, el obispo sudafricano premio Nobel de la Paz en 1984, "sin perdón no hay futuro".
Olvidar, en definitiva, es un buen reconstituyente para la mente y el cuerpo; nos impulsa a hacer las paces y liberarnos de un pasado penoso, y nos estimula a reponernos y a reconducir nuestro destino.
Luis Rojas Marcos