Un hombre sabio





Permíteme compartir contigo uno de mis más entrañables y significativos recuerdos. Mi primer encuentro con un hombre sabio: Jiddu Krishnamurti.






Tendría yo diez años, quizá once, y por aquel entonces no había un plan más atractivo para mí que ir a pasear con la tía July, mi tía más querida, a pesar de que ella no era realmente de la familia. July y mi madre habían sido íntimas amigas desde que se conocieron en la escuela y, como comprendí mucho después, mi hermano y yo ocupábamos en su corazón el lugar de los hijos que nunca tuvo.

Compartía con cada uno de nosotros aquellas cosas que a ella le parecían más apropiadas. Con razón o sin ella, iba con Félix al fútbol, al cine y a remontar cometas. Conmigo, iba al teatro, a escuchar música y a tomar el té en la Ritchmond (una confitería de lo más elegante y británica, en pleno centro de la ciudad).

- ¿Dejarás que Jorge me acompañe a una conferencia el viernes? - había preguntado July el domingo anterior, durante el almuerzo.
- ¿Una conferencia? - había preguntado mi mamá -. ¿De quién?
- Krishnamurti viene a Buenos Aires - dijo mi tía con emoción.
- ¿Y ése quién es? - pregunté yo.
- Es un maestro del alma - dijo July -, un sabio que nació en la India y que viaja por el mundo enseñando cosas maravillosas.
- ¿Pero no te parece que Jorge es un poco chico para ir a esa conferencia? - acotó mi madre.
- Puede ser, pero no creo que Krishnamurti vuelva a Buenos Aires - contestó la tía proféticamente -. Quizá sea la única oportunidad de verlo que tenga en su vida.
- Bueno - dijo finalmente mi mamá -, si él quiere, que vaya.

Muy lejos estaba yo de rechazar una salida con mi tía July, así que ese mismo viernes nos dirigimos al salón de actos de una importante compañía de seguros, frente a la Plaza de Mayo, a escuchar al extraño visitante.

La situación era muy impactante para cualquiera, y más para mí.

Ésa era su tercera y última conferencia. Ese pequeño hombrecito de voz dulce, aspecto vulnerable y cara de ángel, había reunido a más de trescientas personas para escucharlo hablar de la India, del mundo occidental y de la espiritualidad.

Si bien se me escapaban muchas cosas de las que decía, me tranquilizaba saber que en la conversación posterior con la tía, ella aclararía todas mis dudas.

Después de hablar durante casi una hora, Krishnamurti dijo que había llegado el momento de las preguntas.

- Ayer - se apresuró a decir -, alguien me preguntó después de la charla cómo definiría yo "la vida". ¿Está aquí esa persona?
- Si, maestro - dijo alguien desde el fondo.
- Yo no soy tu maestro - contestó Krishnamurti -. Tu maestro está en tu interior... Ayer te pedí que me trajeras dos garbanzos, dos lentejas o dos alubias, para poder contestar hoy a tu pregunta. ¿Las trajiste?
- Sí, aquí las tengo - dijo el hombre.

Un señor de unos cuarenta años se adelantó entre el público y le dio a Krishnamurti dos alubias blancas, que el conferencista guardó, apretando una en cada puño.

- Dejaré la respuesta para el final - añadió.

Durante la siguiente media hora, Jiddu Krishnamurti contestó a todo tipo de preguntas sobre toda clase de temas. Recuerdo que su jugada, si lo era, respecto de la pregunta postergada, había conseguido tenerme expectante.

Llegó el momento de despedirse y Krishnamurti bajó la cabeza y nos habló muy lentamente:

- Me preguntan qué es la vida para mí... Creo que no puedo explicarlo sólo con palabras, porque la vida se siente, se ve, se vive... No puedo dar definiciones - repitió -, pero quizá pueda dar un ejemplo.

Después de hacer una pausa, Krishnamurti prosiguió: 

- La vida es la diferencia que hay entre esto... - dijo mientras mostraba la alubia que había guardado en su mano izquierda - y esto otro - concluyó, enseñando la otra alubia, la que había permanecido en su puño derecho.

Una exclamación de asombro inundó la sala. No era para menos.
Un pequeño brote verde asomaba de la alubia que yacía a la vista de todos en la palma de su mano derecha.
En poco más de media hora, con la humedad y el calor de su mano, una de las alubias, solo una, había germinado.

Después, mucho después, vendrían las preguntas. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Cómo lo hizo?

Más tarde aún, los intentos de explicar, que abrirían inevitablemente más preguntas: ¿cómo puede un hombre manejar la humedad, el calor y la energía de su puño cerrado para conseguir que una alubia germine en tan poco tiempo? ¿Cómo puede hacerlo en sólo una de sus manos?

Todo eso sería después... porque en ese momento lo único que importaba, para el niño que fui, era la sorpresa y el descubrimiento de un mensaje imposible de olvidar:

La vida es expansión, es crecimiento, es apertura...

La vida es alegría, es despertar, y es también, ¿por qué no?, algo de misterio.

Jorge Bucay